Adiós a la Gasolina 95, el Diesel y la 98: los porqués de una medida que cambiará las gasolineras de Europa a partir de octubre
Estamos a punto de vivir el mayor cambio de las gasolineras desde que desterramos el plomo al cajón de la historia. El 12 de octubre de 2018, las gasolineras de Europa amanecerán repletas de nuevos nombres y etiquetas y frases como "ponme 30 de 95" se convertirán en reliquias del pasado.
Las gasolinas pasarán a llamarse E5, E10 o E85; el diésel, B7, B10 o XTL; y los gases, H2, CNG o LPG. Pero el cambio va mucho más allá de eso. Lejos de quedarse en una cuestión terminológica, lo que nos viene es un ambicioso plan de reformas que permitan avanzar hacia la gran obsesión europea: dejar de depender del petróleo. ¿Vamos por el buen camino?
La obsesión de Europa con el petróleo viene de lejos: hunde en sus raíces en la victoria de los motores de combustión interna frente a los eléctricos en el transporte por carretera, pero se incuba en la década de los 60 y estalla con una virulencia descomunal tras la crisis del 73, cuando un buen número de países de la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo decidieron cortar el grifo del crudo a Europa Occidental y EEUU.
Durante la historia de la Unión, los intentos por reducir la dependencia del petróleo de Oriente Medio y, más tarde, del gas ruso han sido una constante. A principios de la década, los propios objetivos de la Comisión Europea apostaban una reducción del 60% de las emisiones del transporte con respecto a los niveles de 1990.
Para conseguirlo, había que hacer dos cosas: promover los combustibles (y las fuentes de energía) alternativos y desarrollar las infraestructuras adecuadas. Y ninguna de las dos cosas es sencilla. Todos estamos convencidos (o, al menos, esperamos) que la electricidad es el futuro. Sin embargo, las inversiones tanto en infraestructuras como en recambio de vehículos suponen una fuerte barrera de cambio.
Por eso, y sin abandonar la electrificación, la UE se convenció de que cosas como el hidrógeno, los biocarburantes, el gas natural y el gas licuado de petróleo eran las alternativas con más potencial para sustituir al petróleo a largo plazo. Sobre todo, porque en términos generales, hay mucho que hacer sin grandes inversiones. El metanol y otros alcoholes se pueden introducir (solos o mezclados) en los sistemas actuales con adaptaciones muy pequeñas o sin ellas.
Sin embargo, los problemas no acaban ahí: la principal preocupación de la Unión Europea es la fragmentación del mercado interior que podría suponer la introducción descoordinada de los combustibles alternativos. Es decir, si las empresas comenzaban a introducir estas alternativas a su ritmo, corríamos el riesgo de perder unos años precisos esperando a que el mercado encontrara los estándares.
Además (o como consecuencia de esto), en Bruselas, son muy conscientes de que si no se da la suficiente seguridad jurídica a los inversores las infraestructuras necesarias tardarán mucho en ponerse en marcha, si es que lo hacen en algún momento.
¿Solucionará esto el rompecabezas energético del transporte por carretera? No. O al menos, no del todo. Tampoco es su intención inmediata. Cambiar los nombres a los combustibles es solo la primera fase de una apuesta a largo plazo por una transición energética mucho más radical. Y precisamente esto ha levantado mucha polémica: mover un continente hacia un cambio terminológico que, sobre todo conllevará confusión.
El abandono del petróleo (por combustibles alternativos) que se prepara es tan a largo plazo que nadie tiene claro si podrá consumarse finalmente. Sobre todo, si las baterías se empeñan en cambiar el transporte por carretera.