Así es el MIT por dentro y esta es su historia: visitamos una de las mejores universidades del mundo
El Instituto Tecnológico de Massachusetts, conocido habitualmente como MIT por su acrónimo en inglés, es una de las mejores universidades del mundo. La posición que ocupa en las clasificaciones que evalúan la calidad de estas instituciones en el contexto mundial oscila entre las cinco primeras en función del criterio utilizado. Encabeza el ranking elaborado por QS; ocupa la cuarta posición detrás de Harvard, Stanford y Cambridge en la lista creada por Shanghai Ranking, y se encuentra la segunda, solo por detrás de Harvard, en la clasificación de reputación de The Times Higher Education.
Estos rankings son llamativos porque nos ayudan a poner en contexto de una forma sencilla el nivel cualitativo de cada centro educativo, pero lo cierto es que hay otros puntos de vista que nos ofrecen una visión del MIT aún más interesante. De las aulas de esta universidad han salido premios Nobel como los físicos Richard P. Feynman o Murray Gell-Mann, químicos como Robert B. Woodward o Elias James Corey Jr. y economistas como Robert J. Shiller o Paul Krugman, entre muchos otros. Y actualmente allí dan clase, por ejemplo, Tim Berners-Lee, el inventor de la World Wide Web y el responsable de que Internet sea como la conocemos actualmente, y Nicholas Negroponte, cofundador del Media Lab, uno de los laboratorios más prestigiosos del MIT.
El número total de profesores, investigadores y alumnos del MIT que han obtenido el premio Nobel hasta ahora asciende a nada menos que 85 personas
Esta universidad está ubicada en Cambridge, una localidad del estado de Massachusetts (Estados Unidos) que está literalmente pegada a Boston y separada de esta tan solo por el río Charles. El campus del MIT es grande, pero no tanto como el de la vecina Harvard, otra universidad con la que compite por hacerse con uno de los primeros puestos en las clasificaciones que enumeran los centros educativos más prestigiosos del planeta. Puede recorrerse caminando en no más de una hora, pero lo ideal es hacerlo acompañado por alguien que lo conozca bien porque, de lo contrario, corres el riesgo de perderte muchas partes atractivas de esta universidad.
Afortunadamente, es posible contratar un recorrido a pie que nos permite conocer no solo el campus, sino también algunos edificios por dentro, por un precio de partida de poco más de 10 euros si formamos parte de un grupo, o algo menos de 250 euros si optamos por un tour privado guiado por uno de los alumnos del centro. Esta última fue la opción por la que me decanté hace solo unos días durante mi visita a Boston, y me llevó a conocer a Sophie, una joven de Seattle de unos 19 años que acaba de completar el primer curso de Ingeniería Aeronáutica en el MIT, y que me permitió descubrir peculiaridades de esta universidad que de otro modo me habrían pasado inadvertidas.
La historia del MIT está al alcance de cualquiera que quiera conocerla porque la recogen muchas páginas en Internet, por lo que me limitaré a resumir brevemente algunos datos que me parece interesantes y creo que pueden ayudarnos a poner en contexto lo que vamos a ver en el resto del artículo. Esta universidad fue fundada en 1861 por el físico y geólogo William Barton Rogers, por lo que es comprensible que uno de sus edificios principales, el dedicado entre otras cosas a las tareas administrativas, reciba su nombre.
El MIT ha estado a punto de pasar a formar parte de la Universidad de Harvard al menos seis veces
El objetivo de Barton Rogers era promover la educación superior para dar respuesta a los retos científicos y técnicos que atenazaban el desarrollo de la sociedad durante la segunda mitad del siglo XIX. Muchas de las ideas defendidas por este emprendedor fueron rompedoras en su época, pero una de las que caló más hondo por su originalidad, y lo sigue haciendo actualmente en la mayor parte de las universidades del planeta, fue la enseñanza práctica gracias a las prácticas en laboratorios.
Curiosamente, la fundación del MIT coincidió con el inicio de la Guerra Civil Estadounidense, que se extendió entre 1861 y 1865, por lo que los primeros cursos comenzaron el año en que terminó el conflicto bélico. Desde sus primeros años el Instituto Tecnológico de Massachusetts se especializó en las ramas de ciencia, ingeniería y economía, una vocación que mantiene en la actualidad y que ha llevado a esta institución a consolidarse como uno de los mejores centros del mundo para recibir formación en matemáticas, física, astronomía, química, ciencias computacionales, ingeniería eléctrica y electrónica, ingeniería aeronáutica, ingeniería mecánica, ingeniería estructural o ciencias ambientales, entre otras carreras.
El Instituto Tecnológico de Massachusetts fue fundado en 1861 por el físico y geólogo William Barton Rogers, pero las clases no comenzaron hasta 1865 por culpa de la Guerra Civil Estadounidense
Aunque el MIT nació como una universidad independiente la dificultad para encontrar fuentes de financiación durante sus primeras décadas de trayectoria puso en serio riesgo su autonomía. Esto provocó que en 1904 el presidente Henry Smith Pritchett, que lo dirigió entre 1900 y 1906, se viese obligado a reunirse con Charles William Eliot, que en aquel momento era el presidente de Harvard, para negociar las condiciones de la integración del MIT en esta última universidad. Harvard en aquel momento era una institución con una economía mucho más sólida que la del MIT y la fusión entre ambos centros parecía el paso lógico dada la proximidad de sus campus. Sin embargo, al final no tuvo lugar porque los alumnos del MIT se manifestaron para hacer valer su repulsa a la integración de los dos centros educativos.
Esa no fue la única ocasión en la que el MIT estuvo a punto de integrarse en la estructura de Harvard. A lo largo de su historia se han puesto en marcha al menos seis procesos de fusión de ambas universidades, pero ninguno de ellos llegó a buen puerto y actualmente el MIT mantiene una independencia total de cualquier otro centro educativo.
Conseguir una plaza de las 11.000 que oferta anualmente esta universidad es increíblemente difícil. Tan solo el 9% de los estudiantes que aspiran a hacerse con una la obtiene finalmente. El panorama si nos ceñimos a los cursos de postdoctorado no es muy diferente porque en este ámbito las plazas disponibles son tan solo 1.000. En la elección del alumnado lo que pesa es el expediente académico, la puntuación obtenida en los exámenes estadounidenses de acceso a la universidad, el nivel de inglés (en el caso de los estudiantes que proceden de fuera de Estados Unidos) y el resultado de la entrevista personal, en la que es imprescindible demostrar motivación, iniciativa y pasión por la ciencia. El MIT es, ante todo, una meritocracia.
Pero aquí no acaban las dificultades. Además de lo arduo que es conseguir una plaza también hay que lidiar con el precio que tiene cada curso. Varía de acuerdo con la carrera elegida, pero el punto de partida actualmente es de algo más de 40.000 euros anuales. Afortunadamente, este centro tiene un programa de becas muy ambicioso diseñado para permitir que cualquier persona que realmente lo merezca obtenga su plaza, al margen de su capacidad económica. De hecho, durante nuestro paseo por el campus Sophie me aseguró que aproximadamente el 90% del alumnado recibe alguna ayuda económica de la propia universidad.
El presupuesto del MIT oscila en torno a los 3.500 millones de dólares anuales, una cifra muy superior a los algo más de 100 millones de euros con los que cuentan en promedio las universidades españolas que tienen un número de alumnos similar. Una parte importante de ese dinero procede del importe abonado por los alumnos a través de las matrículas, pero la mayor parte llega mediante subvenciones públicas, que tienen como objetivo fomentar los proyectos de investigación, y las donaciones privadas. Curiosamente, solo el 4% de los ingresos del MIT procede de las patentes, a pesar del evidente potencial en innovación e investigación que tiene esta universidad.
Como hemos visto el MIT es, ante todo, un centro de formación especializado en ciencia y tecnología, pero las humanidades también tienen un peso importante en el currículo de sus alumnos. Una frase de Sophie que se me quedó grabada durante nuestra conversación, y que refleja muy bien el espíritu pluridisciplinar de esta universidad, fue la siguiente: «puedes ser muy bueno en ciencia y tecnología, pero, si no sabes comunicar tus conocimientos… ¿de qué sirve?».
Algo que tienen en común la mayor parte de las universidades estadounidenses es la importancia que dan a las humanidades en general, al deporte, y también a la capacidad de expresión oral y en público de sus alumnos. Y el MIT no es una excepción. De hecho, lo que más me sorprendió de la chica que guiaba mis pasos durante aquella conversación fue la madurez y la facilidad de palabra de una persona que no debía tener más de 19 años. Puede que incluso menos debido a que el sistema educativo en Estados Unidos fomenta que los estudiantes mejor dotados completen sus estudios en menos tiempo que el alumno medio.
En cualquier caso, lo que más me sorprendió de todo lo que me contó Sophie acerca del MIT fue que durante los primeros seis meses de estancia en la universidad el resultado que los alumnos obtienen en los exámenes no tiene ningún impacto en su currículo. No importa si apruebas o no. Tampoco si obtienes un suspenso o un sobresaliente. Los resultados solo son importantes en la medida en que ayudan al alumno a autoevaluarse, pero no van a parar a su expediente académico. El objetivo de esta filosofía es que los estudiantes tengan esos seis primeros meses para acostumbrarse al ritmo y las exigencias de esta universidad, sin que la presión sea excesiva. Es una buena idea, ¿verdad?
Dar una vuelta por el campus de esta universidad es un deleite. Y lo es no solo por la grandiosidad de sus zonas verdes, que están impecablemente cuidadas, sino también por la envergadura y el diseño de sus edificios. Los más antiguos son señoriales y rigurosos, y los más modernos juveniles y llamativos. Y ese contraste resulta impactante. El más espectacular, en mi opinión, es el Stata Center, el edificio diseñado por el arquitecto Frank Gehry que parece estar a punto de colapsar, y que tiene una belleza difícil de describir con palabras.
En su interior reside el CSAIL (Computer Science and Artificial Intelligence Laboratory), el laboratorio de informática e inteligencia artificial en el que dan clase actualmente, entre otros profesores ilustres, Tim Berners-Lee y Rodney A. Brooks (este último es cofundador de iRobot, la empresa que diseña y fabrica los robots aspiradores Roomba). Por dentro los edificios del MIT no son muy diferentes a los de cualquier facultad española, pero hay algunas diferencias en las que merece la pena que nos detengamos.
Están surcados por largos pasillos repletos de puertas en ambos laterales, que es lo que esperaba encontrar, pero, curiosamente, las que permiten acceder a los laboratorios son de cristal. Y las paredes de estas habitaciones también son de cristal, permitiendo ver su interior y lo que hacen los alumnos en prácticas desde los pasillos. El equipamiento de los laboratorios impresiona. Aunque no fui capaz de identificar todo el equipamiento que pude ver en los tres o cuatro laboratorios por los que pasé, me sorprendió la gran cantidad de dispositivos electrónicos, maquetas y ordenadores que hay en su interior. No transmiten la sensación de ser laboratorios para formar estudiantes; son espacios claramente diseñados para fomentar la actividad investigadora.
El tamaño de las aulas es variable; las hay pequeñas, para no más de 30 o 40 alumnos, y también muy grandes y capaces de acoger hasta 300 estudiantes
Las clases, por su parte, tienen tamaños muy diferentes. Las hay pequeñas, para no más de 30 o 40 alumnos, y enormes. Estas últimas son capaces de acoger en su interior, según Sophie, hasta 300 alumnos, y tienen varias pizarras de gran tamaño tanto en disposición horizontal como vertical (pueden desplazarse en esta dimensión gracias a unos rieles) que permiten a los profesores dibujar diagramas de gran tamaño y resolver ecuaciones muy complejas sin necesidad de borrar cada poco tiempo partes de sus demostraciones.
Antes de concluir me parece interesante reparar en algo que me llamó la atención. Durante la hora que me pasé recorriendo el interior de varios de sus edificios me crucé con cuatro grupos de entre 20 y 30 niños, de no más de 12 o 13 años, de origen asiático y a los que sus profesores debían de estar indicando cuáles eran las partes más interesantes del MIT. Esta universidad tiene un prestigio enorme en todo el planeta, y esta característica puede ser utilizada para motivar hoy a los futuros científicos que se formarán en sus aulas mañana. Seguro que algunos de los niños con los que me crucé, y que admiraban boquiabiertos los laboratorios por los que pasaban, no tardarán mucho en conseguir una plaza en esta universidad.